Bienvenidos:

La comida, esa protagonista de todas las reuniones, eventos y festividades, fue durante muchísimos años, mi archi enemiga. ¿Por que? lo se, pero todavía no estoy lista para atravesar desnuda la tormenta que va a ocasionar a mi cuerpo y mi alma hablar y exponerme frente a esto. Así y todo, no puedo seguir evitando las señales que mi cuerpo entumecido me empieza a mandar desde lo más profundo de su eternidad. No puedo evitar empezar a diagramar el mapa de este viaje que algún día les terminaré de contar. Solo puedo decirles que la comida, con todo su potencial y cualidades espectaculares, será parte importantísima de una próxima vida en viaje. 
 
Por ahora, vamos a transitar despacito este recorrido: agárrenme tímidamente de mi dedo meñique, y acompáñenme en silencio mientras les cuento este cuento. Mi cuento. Por ahora, tengan la delicadeza y la paciencia de escuchar, de leer y abrazar. Nada más. 
 
Porque yo lo se, y se los prometo, ya habrá tiempo para atravesar este océano enardecido de recuerdos enterrados que están asomando y haciendo baches en mi campo florecido.
 
Vidaenviajee

Dos años después:

Hace dos años y medio, cuando me fui de Argentina para vivir en Dinamarca, dejé de comer carne. Ese primer encuentro con lo que quería – o no – ingerir y darle a mi cuerpo, fue sencillamente maravilloso. Empecé a sentirme feliz, sin culpa, y mucho más tranquila cuando comía (o cuando iba a hacer las compras para después cocinar y comer). Quienes me conocen personalmente saben que históricamente mi relación con la carne era tormentosa. Si bien era la base de mi alimentación (como lo es para la mayoría de los argentinos) siempre terminaba con mucho conflicto a la hora de comer: si no era porque me daba asco ir a comprarla (nunca pude entrar a una carnicería), no podía cocinarla (de eso se encargaba siempre alguien más) y, cuando finalmente el plato estaba frente mío, comenzaba el baile y el ida y vuelta con la cocción. Al fin y al cabo, yo no quería comer carne, pero no conocía otra forma de alimentarme; y la información que tenía a disposición era muy prohibitiva y limitante. 
No se como les fue a ustedes, pero mi socialización fue en base a lo que te engordaba o te ayudaba a adelgazar. Nunca nadie me enseñó que es importante entender qué es lo que le metemos al cuerpo, que te alimenta y que no. ¿Qué te gusta? ¿Qué elegis masticar y utilizar para tener energía durante tu día? Esa lógica antes no existía, simplemente había que estar atento a no darle a tu cuerpo algo que te haga engordar. Perdoname niña Marina, hoy te abrazo y te alimento para que puedas saltar y ser feliz en la Muralla China, no para que alguien de fuera te diga si estas mas gorda o mas flaca que tu hermana o tu mamá. 
 
A los 20 días de haber pisado Europa algo en mi cambió: de repente me empecé a sentir más libre, más despreocupada. No tenia miedos que me frenaran y me inmovilizaran, ni si quiera me dolía la espalda o la cabeza. No. Estaba simplemente viviendo, disfrutando de mi entorno y mi cuerpo, disfrutando de todo lo que estaba haciendo, producto de mi esfuerzo y dedicación para cumplir un gran sueño.
 
Así fue como, mientras un día nos parábamos a mirar las ovejas de un campo en Irlanda, decidí que no iba a comer más carne. Y así fue, ya dos años y medio después de ese momento, puedo decir que fue una de las cosas más lindas que pude haber hecho.
En Francia avancé un poquito más, y empecé a coquetear con la idea de hacerme vegana. ¿Vegana, yo? que vengo de una familia que trabaja el campo y sirve el asado rigurosamente como si no hubiera nada más que importara? Si, estaba dispuesta a poner en jaque de nuevo todo aquello que había aprendido y que ya no podía sostener; porque uno aprende cosas, pero también puede derribarlas. 
 
Asique empece a escuchar, a leer, a observar que decía la gente a mi alrededor. ¿Qué come esa chica que trabaja conmigo y sonríe tanto? ¿Qué hay en el super que no sabia que existía? ¿Qué hay en las redes sociales que me sirva para entender y comenzar a transitar mi vida con otra perspectiva? Y probé: me fui al super y compré algunas cosas como para ver que pasaba. Todo me gustó: la leche de avena para tomar el café, el postrecito de chocolate y el pan con mermelada y nada más. Me gustó, pero me faltaba información, me faltaba entender, y a pocos días de lanzarme en un viaje en tren a través de Rusia, Mongolia y China, no podía afrontar este cambio solita y sin información. 
 
Nos fuimos de viaje y guarde mi transición en la mochila que deje en Niza. Ganas no me faltaban, pero si la certeza de que podía crear y vivir mas allá de la comida tradicional.
Vidaenviajee

El gran desafío:

Todo fue un desafío en ese viaje: el idioma iba mutando de estación en estación, junto con las costumbres y los husos horarios. Los olores eran diferentes conforme avanzábamos, casi tanto como la religión o la ropa que veíamos pasar al lado. A veces el menú del restaurante era imposible de descifrar, y el mozo por más que se esforzaba no nos entendía. Y cuando decía “sin carne, por favor” su mundo se revolucionaba y caía en pedazos. 

Pero lo logré. Logré alimentarme más allá de las diferencias, logré no sentirme amenazada y hacer una huelga de hambre. En Mongolia descubrí el paraíso vegano que hay en su capital: claaaro, el Budismo como religión prioritaria, sumada a la gran explosión turística a causa del tren, hicieron que haya bares con opciones veganas a diestra y siniestra. Ahí me relaje. ¿Quién iba a pensarlo, no? sinceramente eso no lo había imaginado.

El conflicto más interesante fue cuando llegamos a China. Realmente el mundo tal y como lo conocía dio un vuelco de 360 grados y me enfrenté al desafío más grande que he tenido en los últimos años. No solo el olor a todo es diferente, sino la forma de alimentarse, de moverse, de transitar el mismo sitio era diferente.

En la calle hay puestos de comida por todos lados. Arroz, pescados, bichos encerrados. Colores, olores, ruidos. La comida habla, los carteles hablan, la gente grita, el tofu resulta en un punto insoportable. Hay gente que fuma en lugares cerrados, y están los que se sientan en la vereda y mastican a boca abierta cosas que cuelgan de un palito que podría ser de helado. No hay agua para acompañar tu manjar, sino té. El olor, el olor a tofu negro no puedo borrarlo de le memoria sensitiva que tengo a flor de piel mientras estoy escribiendo.

Tampoco puedo evitar sentir de nuevo el ruidito de las pesuñas de pollo que sacó de una bolsa el señor que se sentó a mi lado en el tren. Todo es diferente, y yo tengo que sobrevivir un mes aquí, vaya uno a saber comiendo qué.

Vidaenviajee

No hay comida china en China:

Tengo que admitir que creía que iba a gozar como nunca y a nadar en mares de arroz frito con verduritas de estación cuando llegara a China. Pero no señores, no. La comida que aquí tenemos, no es la misma que consume el pueblo en su país de origen. Y yo, gringa ingenua, me deje engañar por mis ganas de replicar mis costumbres y formas de alimentarme en un lugar extraño. 

Ahora entiendo, que viajar es aprender a ser de nuevo. Es desprenderte de tus creencias, de tus formas de ver y vivir el mundo, y entregarte de lleno a transitarlo como lo ven otros. ¿Quién soy yo para querer imponer mi forma frente a ellos? 

No quedo otra que empezar a ingeniárnosla entre la lluvia de sopas y caldos que olían y sabían diferente a nada que haya probado jamas. ¿Dónde estaba la fiesta de arroz frito y salsa de soja que tanto había esperado? Me costo muchísimo explicar que simplemente quería comer eso, que no quería ver en mi plato ningún tipo de animal flotando. 
 
Tengo que admitir que ahí era yo el bicho raro. La que pedía platos que no salían fácilmente, la que tenia que hacer señas y suplicar que me entendieran. Pero siempre hubo voluntad de mis anfitriones estrellas: si el primero no me entendía, atrás venían 2 o 3 mas a leer el papelito que el chico del hostel tan amablemente me había escrito para explicarles lo que yo comía.
De a ratos tenia que explicar también que no quería nada picante. Y ahí comenzábamos con otro baile de señas y palabras sin sentido, esforzándonos de todos lados para poder ser comprendidos. Pasábamos a veces 1 o 2 horas caminando, buscando un lugar en el cual yo me sintiera cómoda para poder comer en paz. Es que la cultura alimenticia es tan pero tan diferente, que había lugares a los cuales no podía ni siquiera entrar. 
 
 
¿Saben cuando mejoro todo? el día que Mariano descubrió que el lenguaje de los emoticones es universal. Nunca me voy a olvidar de la sonrisa gigante que hicieron las cuatro chicas que estuvieron 40 minutos tratando de atendernos. Mariano agarró el celular y muy astutamente llenó el espacio de mensajes de animales, mientras ellas miraban enardecidas, él empezó a gesticular como si no hubiera un mañana: blandía sus manos y su cabeza hacia los lados, en ese gesto tan particular que en todos lados entendemos y que significa ampliamente “No”. Entre risas, volvió a llenar de verduras el espacio de mensajes, y con un amplio movimiento de cabeza, les dijo que “Si”. Las chinas comenzaron a reirse a carcajadas, y salieron encantadas hacia la cocina, a dar las indicaciones para que la rubia extraña que estaba ahí sentada pudiera comer y ser feliz de una vez.
Gracias a esto pudimos comunicarnos un poquito mejor a diario. ¿Quién se iba a imaginar que a través de los emoticones nos íbamos a entender a pesar de no tener nada que ver? 
 
El shock de la comida en China fue muy grande; no solo porque no era lo que me esperaba, sino porque no era similar a nada de lo que había visto en otros lugares mientras estuvimos en viaje. No pude transitar hacia el veganismo en este tiempo, claro está, porque haberlo hecho hubiese implicado un cimbronazo de estrés innecesario a mi alma y mi cuerpo. Pero me quedo con la enseñanza más grande que me llevé de China y su inmensidad: no importa de donde vengas o a donde vayas, no importa lo que creas o lo que veas, no importa si te crees mejor o peor que yo, al fin y al cabo lo único que importa es tu voluntad de entender el mundo y comer despacito; disfrutando cada bocado y no dándote un atracón de esos que hacías a escondidas, para evitar que otros te vieran comer. 
 
El mundo te invita a saborearlo con placer, no hace falta nada más y nada menos que las ganas de hacerlo.
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